Become a member

Get the best offers and updates relating to Liberty Case News.

― Advertisement ―

spot_img

La valoración de la prueba pericial

La prueba pericial al constituir un elemento probatorio que otorga certeza al juzgador sobre conocimientos especializados respecto a alguna ciencia, arte, industria o técnica, y al estar obligado el Juez a valorarla conforme a su sana crítica, será este operador judicial quien le otorgue su fuerza probatoria cumpliendo con el mandato legal establecido en el art. 202 del Código Procesal Civil
InicioJURISPRUDENCIAEl derecho a la defensa y a la impugnación en el marco...

El derecho a la defensa y a la impugnación en el marco del debido proceso a la luz del principio pro actione

Inicialmente corresponde recordar que la jurisprudencia constitucional, ha definido al debido proceso como: “…el derecho de toda persona a un proceso justo y equitativo, en el que sus derechos se acomoden a lo establecido por disposiciones jurídicas generales aplicables a todos aquellos que se hallen en una situación similar; es decir, comprende el conjunto de requisitos que deben observarse en las instancias procesales, a fin de que las personas puedan defenderse adecuadamente ante cualquier tipo de acto emanado del Estado que pueda afectar esos derechos reconocidos por la Constitución Política del Estado así como los Convenios y Tratados Internacionales” (SC 0163/2011-R de 21 de febrero); por lo que, al constituirse en una garantía de legalidad procesal, su observancia compromete a todas las autoridades judiciales o administrativas en aras de preservar y proteger la seguridad jurídica.

Entonces, siendo el principio de legalidad un elemento definitorio del Estado Constitucional de Derecho, por el cual todos los poderes públicos se hallan sometidos al ordenamiento jurídico, resulta consecuente que sea precisamente un conjunto de reglas el que rija las actuaciones de quienes ejercen autoridad; en tal sentido, el debido proceso como medio efectivo para garantizar la correcta producción de los actos administrativos y judiciales, extiende su cobertura a todo el ejercicio que debe desarrollar la administración pública en la realización de sus objetivos y fines respecto a la formación y ejecución de los actos, a las pretensiones de los particulares, a los procesos que cada entidad deba desarrollar y desde luego, garantiza el derecho a la defensa al establecer los medios de impugnación necesarios para reclamar cuando el interesado considere que se hayan afectado sus intereses.

En esencia, el debido proceso se compone de varios elementos: el derecho a un proceso público; el derecho al juez natural; el derecho a la igualdad procesal de las partes; a ser oído durante toda la actuación; el derecho a no declarar contra sí mismo; la garantía de presunción de inocencia; el derecho a la comunicación previa de la acusación; a la notificación oportuna y de conformidad con la ley; al ejercicio del derecho de defensa material y técnica y el derecho a la contradicción; a solicitar, aportar y controvertir pruebas; a impugnar las decisiones y a promover la nulidad de aquellas obtenidas con violación del debido proceso; a la concesión al inculpado del tiempo y los medios para su defensa; el derecho a ser juzgado sin dilaciones indebidas; el derecho a la congruencia entre acusación y condena; el principio del non bis in ídem; el derecho a la valoración razonable de la prueba y el derecho a la motivación y congruencia de las decisiones; elementos que no se constituyen en un parámetro limitativo del campo de protección que abarca el debido proceso, sino que permiten establecer el contenido expansivo de aquellos otros derechos que en el tiempo y de acuerdo a las nuevas necesidades de la sociedad cambiante, puedan desprenderse de ellos.

En mérito a esta naturaleza jurídica, que hace al núcleo duro del debido proceso, la Constitución Política del Estado lo concibe en una triple dimensión: como principio, garantía y derecho fundamental, que permite la materialización de los valores jurídicos plasmados en el texto constitucional en las sentencias o resoluciones, judiciales o administrativas, a través de la correcta aplicación del ordenamiento jurídico y la participación activa de los sujetos procesales, lo cual materializa el ejercicio del derecho a la igualdad entre partes.

De lo expuesto, se puede evidenciar que el derecho de defensa es una de las varias expresiones del derecho al debido proceso.

Ahora bien, analizando el debido proceso en su componente del derecho a la defensa, tenemos que éste se halla consagrado en el art. 115.II de la CPE, que a la letra prescribe “El Estado garantiza el derecho al debido proceso, a la defensa y a una justicia plural, pronta, oportuna, gratuita, transparente y sin dilaciones”, de donde teleológica y literalmente se colige su vinculación con el debido proceso y se fortalece por la previsión constitucional contenida en el art. 117.I de la misma que por su parte establece: “Ninguna persona puede ser condenada sin haber sido oída y juzgada previamente en un debido proceso”, lo cual implica tácitamente la facultad personal de ejercer una defensa material y positiva de manera irrestricta en todas las fases sustantivas del proceso judicial o administrativo, por lo que, a decir de Binder: “El derecho a la defensa cumple dentro del Proceso Penal, un papel particular, por una parte actúa en forma conjunta con las demás garantías; por la otra, es la garantía que torna operativas a todas las demás”; es decir, el debido proceso es una institución del derecho constitucional procesal que identifica los principios y presupuestos procesales mínimos que debe reunir todo proceso jurisdiccional para asegurar al justiciable la certeza, justicia y legitimidad de su resultado.

En este sentido, según Pablo Sánchez Velarde, el debido proceso se entiende como “…aquel que se realiza en observancia estricta de los principios y garantías constitucionales reflejadas en las previsiones normativas de la ley procesal: inicio del proceso, actos de investigación, actividad probatoria, las distintas diligencias judiciales, los mecanismos de impugnación, términos procésales”.

Así, la SCP 0832/2012 de 20 de agosto, reiterando jurisprudencia anterior, que identificó las connotaciones del derecho a la defensa, concluyó que: “La primera, es el derecho que tienen las personas, cuando se encuentran sometidas a un proceso con formalidades específicas, a tener una persona idónea que pueda patrocinarle y defenderle oportunamente, mientras que la segunda, es el derecho que precautela a las personas para que en los procesos que se les inicia, tengan conocimiento y acceso de los actuados e impugnen los mismos en igualdad de condiciones conforme a procedimiento preestablecido y por ello mismo es inviolable por las personas o autoridad que impidan o restrinjan su ejercicio’”.

Es decir, una de la principales garantías del debido proceso es el derecho a la defensa que se materializa como la oportunidad otorgada constitucionalmente a toda persona, dentro del ámbito judicial o administrativo, a ser oída y hacer prevalecer sus razones en el proceso a través de sus propios argumentos, contraviniendo y objetando aquellos producidos por la parte contraria, solicitando de ser necesario la producción de pruebas y evaluaciones que considere pertinentes, así como activar todos los recursos que la ley le otorga; por lo que presupone la participación activa de quien podría resultar afectado por las actuaciones judiciales o administrativas.

La Corte Constitucional de Colombia, reconociendo el derecho a la defensa como un derecho que encarna otro valor trascendental en los ordenamientos jurídicos, como lo es la justicia, señaló: “El proceso es un juicio y es lícito en cuanto implica un acto de justicia. Y como es evidente por la naturaleza procesal, se requieren tres condiciones para que un proceso sea debido: Primera, que proceda de una inclinación por la justicia; Segunda, que proceda de la autoridad competente; Tercera, que se profiera de acuerdo con la recta razón de la prudencia, en este caso, que se coteje integralmente toda pretensión, de tal manera que siempre esté presente el derecho de defensa, y que el juez en ningún momento se arrogue prerrogativas que no están regladas por la ley, ni exija, asimismo, requisitos extralegales. Siempre que faltaren estas condiciones, o alguna de ellas, el juicio será vicioso e ilícito: en primer lugar, porque es contrario a la rectitud de justicia el impedir el derecho natural a la defensa; en segundo lugar, porque si el juez impone requisitos que no están autorizados por la ley, estaría extralimitándose en sus funciones; en tercer lugar, porque falta la rectitud de la razón jurídica”.

Entonces, el derecho a la defensa se traduce en la facultad de un individuo sometido a contienda judicial o proceso administrativo a conocer el estado del proceso y en consecuencia, impugnar o contradecir las pruebas y providencias o decisiones que resulten adversas a sus intereses; a este efecto, el ejercicio de este derecho se halla garantizado por la propia Constitución Política del Estado a través del debido proceso, reconocido como derecho, principio y garantía; coligiéndose entonces que el derecho a la defensa implica para todo habitante, la posibilidad real y cierta de acudir ante los órganos jurisdiccionales en demanda de justicia mediante el ejercicio de la facultad que la propia constitución le otorga de que todos los actos jurisdiccionales sean razonables y se hallen encaminados a una cabal defensa personal de sí mismo o de sus derechos durante el juicio.

No está demás advertir que cuando un sujeto procesal no está de acuerdo con un acto o una decisión proferida por la autoridad competente, tiene derecho a ejercer los recursos correspondientes con el fin de obtener que la decisión o el acto lesivo se revoque o modifique; es decir, tiene la facultad de impugnar.

Este derecho a la impugnación que se halla también inmerso dentro del debido proceso, se encuentra expresamente descrito en el art. 180.II de la CPE, que textualmente señala: “Se garantiza el principio de impugnación en los procesos judiciales”.

Ahora bien, a la impugnación se la concibe como un mecanismo procesal que faculta al justiciable a refutar y abrir el debate sobre la validez de una determinada resolución judicial ante los tribunales superiores con la finalidad de que éstos efectúen un nuevo análisis de la decisión judicial cuestionada, prerrogativa que a más de encontrarse prevista en la Norma Suprema del ordenamiento jurídico interno, encuentra precedente en el art. 8.2 de la Convención Americana sobre derechos humanos que, haciendo referencia a las garantías judiciales, señala que: “Durante el proceso, toda persona tiene derecho, en plena igualdad, a las siguientes garantías mínimas (…) h) derecho de recurrir del fallo ante juez o tribunal superior”, previsión normativa aplicable en mérito al bloque de constitucionalidad y convencionalidad, descritos por los arts. 13.IV y 410.II superiores.

Cabe resaltar que la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el caso Barreto Leiva Vs. Venezuela, Sentencia de 17 de noviembre de 2009, estableció que el derecho a la impugnación se encuentra en directa vinculación con la vigencia y ejercicio del derecho a la defensa; así, asumiendo los fundamentos de la Sentencia de 23 de julio de 2004, pronunciados en el caso Herrera Ulloa Vs. Costa Rica, precisó que: “La jurisprudencia de esta Corte ha sido enfática al señalar que el derecho de impugnar el fallo busca proteger el derecho de defensa, en la medida en que otorga la posibilidad de interponer un recurso para evitar que quede firme una decisión adoptada en un procedimiento viciado y que contiene errores que ocasionarán un perjuicio indebido a los intereses del justiciable”.

En armonía con el entendimiento anterior, la jurisprudencia constitucional, contenida en la SC 2777/2010-R de 10 de diciembre, asumiendo los entendimientos de las SSCC 0183/2010-R y 1534/2003-R, determinó que el derecho a la defensa se constituye en la: “‘…potestad inviolable del individuo a ser escuchado en juicio presentando las pruebas que estime convenientes en su descargo, haciendo uso efectivo de los recursos que la ley le franquea. Asimismo, implica la observancia del conjunto de requisitos de cada instancia procesal en las mismas condiciones con quien lo procesa, a fin de que las personas puedan defenderse adecuadamente ante cualquier tipo de acto emanado del Estado que pueda afectar sus derechos”, precisando a través de la SC 0183/2010-R de 24 de mayo, que el derecho a la defensa se extiende: “i) Al derecho ser escuchado en el proceso; ii) Al derecho a presentar prueba; iii) Al derecho a hacer uso de los recursos; y, iv) Al derecho a la observancia de los requisitos de cada instancia procesal, que actualmente se encuentra contemplado en el art. 119.II de la CPE”. Los derechos previamente descritos y explicados, se encuentran innegablemente relacionados con el derecho de acceso a la justicia o tutela judicial efectiva, que para el Tribunal Constitucional en la SC 0492/2011-R de 25 de abril, citando la SC 1044/2003-R de 22 de julio, a la luz del principio pro actione, se constituye: “…como el derecho que tiene toda persona de acudir ante un juez o tribunal competente e imparcial, para hacer valer sus derechos o pretensiones, sin dilaciones indebidas. A su vez, de ambas garantías se deriva el principio pro actione, que tiende a garantizar a toda persona el acceso a los recursos y medios impugnativos, desechando todo rigorismo o formalismo excesivo, que impida obtener un pronunciamiento judicial sobre las pretensiones o agravios invocados”.

Cabe resaltar que este derecho fundamental está debidamente reconocido por el art. 115.I de nuestra CPE, en el que textualmente sostiene que: Toda persona será protegida oportuna y efectivamente por los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos”; concluyéndose entonces que el acceso a la justicia como componente esencial del debido proceso, se traduce en la observancia de las disposiciones legales por parte de los juzgadores a efectos de que las partes procesales conozcan a detalle el adelantamiento del litigio para que, de ser preciso, puedan defenderse ante cualquier tipo de acto emanado del Estado que afecte sus derechos.

Por otra parte, teniendo en cuenta que el principio pro actione, tiene como fin garantizar el acceso a los recursos legales desechando todo rigor o formalismo excesivo que impida obtener un pronunciamiento judicial de fondo sobre las pretensiones o agravios invocados, resulta innegable la directa vinculación de este principio con el derecho de acceso a la justicia, cuyo contenido mínimo esencial se traduce en el acceso propiamente dicho a la justicia para que toda persona pueda ser oída y juzgada previamente en un debido proceso; a un pronunciamiento judicial oportuno que ponga fin a un conflicto entre partes o tutele sus intereses o derechos; al uso efectivo de los recursos legales previstos por el ordenamiento jurídico, y, al cumplimiento y ejecución de lo resuelto en juicio, de donde se infiere que, la exigencia de formalismos o ritualismos extremos, puede degenerar en vulneración de derechos o garantías constitucionales, cuando, el juzgador, al dar a las formalidades procesales prevalencia sobre derechos fundamentales, superpone el derecho formal sobre el derecho sustancial.

Ahora bien, habiéndose establecido que también forma parte del debido proceso el derecho de las personas al acceso a una justicia pronta, oportuna e imparcial, en atención al principio pro actione, los formalismos procesales son susceptibles de ser flexibilizados por el juzgador a partir de la ponderación entre el incumplimiento de la formalidad y el derecho de acceso a la justicia; es decir que, este principio, compele al juzgador a no imprimir excesivo rigor en el cumplimiento de los requisitos adjetivos de la demanda en aras de emitir un pronunciamiento de fondo que efectivice el derecho a una resolución fundamentada que ponga fin a un conflicto litigioso, en lugar de declarar la improcedencia de la demanda o el rechazo de un recurso, que podría cercenar el acceso a la tutela judicial efectiva.

Se aclara sin embargo que este razonamiento no debe ser interpretado en el sentido de que los requisitos procesales formales no son exigibles, pues los mismos tienen como finalidad el propio cumplimiento de la ley; sino en el sentido de que, respecto a la presentación de demandas y recursos, siempre y cuando se cumplan los requisitos de claridad, certeza, especificidad y suficiencia, y el actor exponga los argumentos mínimos que den lugar al debate jurídico, es posible flexibilizar la exigencia del cumplimiento de requisitos meramente formales y que en su esencia son insustanciales a la hora de emitir un pronunciamiento, entendimiento que emerge de la interpretación sistemática y axiológica del art. 115 constitucional que, textualmente señala en su parte in fine que es labor del juzgador garantizar el ejercicio de los derechos e intereses legítimos de las personas “sin que las exigencias formales impidan su protección oportuna y efectiva” y del art. 13.I superior que dispone “Los derechos reconocidos por esta Constitución son inviolables, universales, interdependientes, indivisibles y progresivos. El Estado tiene el deber de promoverlos, protegerlos y respetarlos”; de donde se infiere que, el administrador de justicia como parte del aparato estatal de protección de derechos y garantías constitucionales, se halla constreñido, en mérito al principio de referencia, a dar prioridad a la protección de derechos y garantías constitucionales frente a la observancia de requisitos de orden formal.