El derecho internacional de los derechos humanos ha desarrollado estándares sobre el derecho a contar con recursos judiciales y de otra índole que resulten idóneos y efectivos para reclamar toda vulneración de los derechos fundamentales. En tal sentido, la obligación de los Estados no es solo negativa, en sentido de no impedir el acceso a esos recursos, sino fundamentalmente positiva, trasuntada en organizar el aparato institucional de modo que todos los individuos puedan acceder a tales recursos.
En el sistema interamericano, la máxime de «protección judicial» se constituye en una norma ius cogens de inexcusable observancia por los órganos e instancias de los Estados parte, además de una garantía sustancial del Estado de Derecho en toda sociedad democrática, tal cual lo afirmó la Corte IDH en el Caso Yatama Vs. Nicaragua, en el cual, estableció que, en una sociedad democrática los derechos y libertades inherentes a la persona, sus garantías y el Estado de Derecho “constituyen una tríada”, en la que cada componente se define, completa y adquiere sentido en función de los otros. Por tanto, la protección judicial efectiva, así como la cláusula del debido proceso legal, se erigen en una de las piedras basales del sistema de protección de derechos, ya que de no existir una adecuada protección judicial de los derechos consagrados en el ámbito interno de los Estados –ya sea en su legislación interna o en los textos internacionales de derechos humanos−, su vigencia se torna ilusoria.
Respecto a su consagración normativa, la denominada protección judicial, latu sensu, se encuentra prevista en los arts. 8 y 25 de la CADH, siendo éste último el que prevé la obligatoriedad de proporcionar recursos rápidos y sencillos que ampare a toda persona contra actos que violen sus derechos fundamentales. Desde su primera sentencia en el Caso Velásquez Rodríguez Vs. Honduras sobre excepciones preliminares, la aludida Corte señaló que los Estados Parte de la Convención “se obligan a suministrar recursos judiciales efectivos a las víctimas de violación de los derechos humanos (art. 25), recursos que deben ser sustanciados de conformidad con las reglas del debido proceso legal (art. 8.1)”, dentro de la obligación general de garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos.
En tal sentido, en criterio de dicho Tribunal “…de la protección de este derecho, es posible identificar dos obligaciones concretas del Estado. La primera, consagrar normativamente y asegurar la debida aplicación de recursos efectivos ante las autoridades competentes que amparen a todas las personas bajo su jurisdicción contra actos que violen sus derechos fundamentales o que conlleven a la determinación de los derechos y obligaciones de estas. La segunda, garantizar los medios para ejecutar las respectivas decisiones y sentencias definitivas emitidas por tales autoridades competentes, de manera que se protejan efectivamente los derechos declarados o reconocidos” (énfasis añadido).
Por consiguiente, el derecho a la protección judicial se encuentra íntimamente ligado con las obligaciones generales del Estado reconocidas en los arts. 1.1 (Obligación de respetar y garantizar los derechos) y 2 (Deber de adoptar disposiciones de derecho interno) de la CADH, que “atribuyen funciones de protección al derecho interno de los Estados Parte”.
Así, la aludida instancia interamericana en su reiterada jurisprudencia estableció a propósito del citado precepto convencional que “… dicha norma contempla la obligación de garantizar, a todas las personas bajo su jurisdicción, un recurso judicial efectivo contra actos violatorios de sus derechos fundamentales. Dicha efectividad supone que, además de la existencia formal de los recursos, estos den resultados o respuestas a las violaciones de derechos contemplados ya sea en la Convención, en la Constitución o en las leyes. La Corte ha establecido que para que exista un recurso efectivo no es suficiente con que este esté establecido formalmente. Esto implica que el recurso debe ser idóneo para combatir la violación y que sea efectiva su aplicación por la autoridad competente” (las negrillas son nuestras).
En cuanto a la efectividad de los recursos el art. 25 de la CADH consagra el deber estatal de proveer recursos internos eficaces, incorporando “el principio de la efectividad de los instrumentos o medios procesales destinados a garantizar los derechos”, de manera que, conforme ha sido señalado, no basta que el recurso esté previsto normativamente, sino que debe ser “capaz de producir el resultado para el que ha sido concebido”, dando respuestas a las violaciones de derechos reconocidos, ya sea en la Convención, en la Constitución o en las leyes nacionales.
Ahora bien, en cuanto a las exigencias de procedibilidad o admisibilidad de los recursos contra determinaciones que se considere lesiva de derechos fundamentales, la Corte IDH, estableció la necesidad de que dichos requisitos no sean rigurosos o limitantes para la materialización del derecho así en la Sentencia de 17 de noviembre de 2009, que resolvió el caso Barreto Leiva Vs. Venezuela, sostuvo que: “90. Si bien los Estados tienen un margen de apreciación para regular el ejercicio de ese recurso, no pueden establecer restricciones o requisitos que infrinjan la esencia misma del derecho de recurrir del fallo”.
De manera más amplia y específica a lo anotado, la Corte IDH, en el Caso Vélez Loor Vs. Panamá, refirió que: “179. La jurisprudencia de esta Corte ha sido enfática al señalar que el derecho a impugnar el fallo busca proteger el derecho de defensa, en la medida en que otorga la posibilidad de interponer un recurso para evitar que quede firme una decisión adoptada en un procedimiento viciado y que contiene errores que ocasionarán un perjuicio indebido a los intereses del justiciable. La doble conformidad judicial, expresada mediante la íntegra revisión del fallo condenatorio o sancionatorio, confirma el fundamento y otorga mayor credibilidad al acto jurisdiccional del Estado, y al mismo tiempo brinda mayor seguridad y tutela a los derechos del condenado. En este sentido, el derecho a recurrir del fallo, reconocido por la Convención, no se satisface con la mera existencia de un órgano de grado superior al que juzgó y emitió el fallo condenatorio o sancionatorio, ante el que la persona afectada tenga o pueda tener acceso. Para que haya una verdadera revisión de la sentencia, en el sentido requerido por la Convención, es preciso que el tribunal superior reúna las características jurisdiccionales que lo legitiman para conocer del caso concreto. Sobre este punto, si bien los Estados tienen cierta discrecionalidad para regular el ejercicio de ese recurso, no pueden establecer restricciones o requisitos que infrinjan la esencia misma del derecho a recurrir del fallo. La posibilidad de ―recurrir del fallo‖ debe ser accesible, sin requerir mayores complejidades que tornen ilusorio este derecho” ([las negrillas son nuestras] Sentencia de 23 de noviembre de 2010).
Por otro lado, y en complemento a lo señalado, en particular a la eficacia que se logra con la revisión judicial, la Corte IDH, en la Sentencia de 23 noviembre de 2012, que resolvió el Caso Mohamed Vs. Argentina, sostuvo que: “99. La Corte ha sostenido que el artículo 8.2.h de la Convención se refiere a un recurso ordinario accesible y eficaz. Ello supone que debe ser garantizado antes de que la sentencia adquiera la calidad de cosa juzgada. La eficacia del recurso implica que debe procurar resultados o respuestas al fin para el cual fue concebido. Asimismo, el recurso debe ser accesible, esto es, que no debe requerir mayores complejidades que tornen ilusorio este derecho. En ese sentido, la Corte estima que las formalidades requeridas para que el recurso sea admitido deben ser mínimas y no deben constituir un obstáculo para que el recurso cumpla con su fin de examinar y resolver los agravios sustentados por el recurrente” (las negrillas nos corresponden).
En contrario, conforme se razonó en la ya citada SCP 0064/2018-S4, los tribunales y jueces que imparten justicia “…tiene el deber de (…) aplicar de manera efectiva el principio pro actione, el cual surge del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, debiendo hacer prevalecer la justicia material ante la justicia formal, para dicho efecto, su labor hermenéutica de ponderación deberá conllevar a la flexibilización de ritualismos extremos, superando así la concepción formalista del derecho, respetando la eficacia al acceso efectivo a la justicia y la reingeniería constitucional que ha existido a partir del 2009” (las negrillas son nuestras).
Este principio, doctrinalmente considerado como un subprincipio del principio pro homine, exige que los órganos judiciales, al interpretar los requisitos procesales legalmente previstos, tengan presente la ratio de la norma con el fin de evitar que los meros formalismos o entendimientos no razonables de las normas procesales impidan un enjuiciamiento de fondo del asunto. En ese orden, este principio opera entonces cuando el juzgador interpreta los requisitos y presupuestos procesales de la manera más favorable al ciudadano, con el fin de evitar que el acceso a la justicia sea degradado o imposible de ejercer para el justiciable, a cuyo efecto, deberá optar por la interpretación más favorable a la efectividad de la tutela jurisdiccional pretendida, por lo que en esencia, impone extremar las posibilidades de interpretación hacia aquello que resulta más favorable al acceso a la jurisdicción.
En cuanto a la consideración del aludido principio al momento de análisis la admisibilidad y/o procedibilidad de un determinado recurso, esta jurisdicción en la SCP 0064/2018-S4, estableció que: “…se configura como un criterio directriz inserto en el bloque de constitucionalidad que postula la prevalencia de la justicia material y la flexibilización de ritualismos procesales, por eso la importancia de que la jurisdicción ordinaria al momento de realizar un test de admisibilidad de un recurso, lo efectúe en base a la pauta de interpretación acorde al principio pro actione y por ende ‘desde y conforme al bloque de convencionalidad’, pues si bien los jueces y tribunales están sujetos al imperio de la ley, también están obligados a velar que los efectos de las disposiciones de los Tratados Internacionales e Instrumentos Internacionales no sean mermadas por la aplicación de normas internas que se aplican a casos concretos y así prevenir potenciales violaciones a derechos humanos” (las negrillas corresponden al texto original).
En consecuencia, si bien resulta válido el establecimiento de ciertas formalidades y requisitos procesales para la interposición ergo admisión de un determinado recurso; no obstante, al momento de verificar su cumplimiento; a partir de una interpretación conforme, garantizando la prevalencia del derecho sustancial sobre el formal; las autoridades judiciales, en aplicación del principio pro actione deberán extremar las posibilidades de interpretación hacia aquello que resulte más favorable al acceso a la jurisdicción, evitando que la observancia de ritualismos extremos torne que el acceso a la justicia sea degradado o imposible de ejercer para el justiciable; sin que ello implique, subsanar la negligencia del actor en la formulación de recurso u omitir la verificación de un “núcleo argumentativo básico y preciso” tendiente a la pretendida tutela.